La Corporación tenía una muy peculiar forma de gobernar la
Tierra. Decían que iban a hacer una cosa y después hacían la contraria. Esto
mantenía estimulada a la población.
Una acción reseñable de La Corporación fue el intento de
instalar un microchip a cada individuo.
Sin éxito. Dijeron que iba a servir para mejorar la salud, el dinero y el amor
de todos los súbditos de La Corporación, tanto seres humanos como máquinas
inteligentes y androides.
En plena campaña de promoción del microchip universal, al
entonces presidente de La Corporación, Marianko Rajoyink, no solo su esposa de
toda la vida le abandonó y se fugó con su chofer a las islas Seychelles, sino
que lo hizo con todo el dinero que Rajoyink había acumulado y depositado como
ejemplo cívico en su microchip. Para rematar su campaña a favor del microchip corporativo,
a Marianko le salieron unas enloquecidas almorranas que le hacían dar unos
enternecedores grititos cada vez que se sentaba. Esto le unió a los seres
humanos a los que gobernaba. Le hacían ver más humano y campechano.
Pero no fue esto lo que hizo que la población de la Tierra
se negase a instalarse el microchip corporativo. A pesar de la evidencia se
tragaron la patraña, como de costumbre.
Lo que sucedió fue que el administrador jefe de La Corporación,
Lord Kamps había vendido la totalidad de los microchips fabricados hasta
entonces a diferentes potencias interestelares por una magnífica suma de
dinero.
Cuando se inició la campaña de inoculación del microchip
universal, Lord Kamps tuvo que reponer la mercancía en un tiempo récord, para
lo que compró toda la producción de microchips del asteroide independiente Chin
Chang por un precio de saldo.
Lo que sucedió es que estos microchips, aunque modificados
para la ocasión, en origen habían sido fabricados para potenciar aspectos
personales de ciertos androides, por lo que después de inocularse estos
microchips en las primeras 5.000 personas, la mayoría sufrió alteraciones
significativas de la personalidad, en algunos casos irreversibles. Se dio el caso
de un padre de familia que se creyó un perro y aún seguía moviendo el rabo y
ladrando a la puerta de su casa, mientras su esposa y sus hijos, desconsolados,
lloraban de la mañana a la noche y se lamentaban con su suerte.
Una mujer de mediana edad y redondita de peso se creyó un
florero y se instaló en la pérgola de un céntrico jardín con los brazos
extendidos y cubierta de flores y plantas. Mientras tanto el padre de familia que
se creía un perro le meaba de vez en cuando en las pantuflas de andar por casa.
Y así hasta cinco mil.
Así fue como fracasó la campaña de instalación del microchip
universal de La Corporación.
... continuará.
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